París sufre un problema endémico de marginalidad y de droga, sobre todo de tráfico y consumo de crack, la cocaína de los pobres. El Ayuntamiento y el Ministerio del Interior, impotentes, se han limitado con frecuencia a trasladar a la gente de un barrio a otro, a desmantelar campamentos para tolerar que resurjan en otras zonas.
Las estampas de miseria y degradación, tan frecuentes en la región parisina, no deben quitar brillo a los Juegos Olímpicos, que se inaugurarán exactamente dentro de cien días. Las operaciones de desalojo y expulsión de los sintecho, tanto si son ciudadanos franceses como extranjeros en situación irregular, se están acelerando en la capital francesa pese a las críticas de las oenegés humanitarias, que denuncian una auténtica “limpieza social”.
La última acción a gran escala para lavar la cara a toda prisa a París tuvo lugar ayer en la localidad de Vitry-sur-Seine, en el departamento de Valle del Marne, en la periferia sur de la metrópoli. La prefectura movilizó a 250 agentes de policía para sacar a los sintecho que quedaban de una antigua fábrica en desuso, calificada como la mayor estructura ocupada ilegalmente en Francia. Se cree que allí habían encontrado refugio en los últimos años unas 450 personas, una parte de las cuales se marchó del lugar antes de la operación al saber que serían desalojados por la fuerza.
La misma pauta se repite en los últimos meses. Las asociaciones que se ocupan de ayudar a las personas sin hogar han contado ya más de treinta operaciones en un año. Una de ellas se desarrolló en una antigua cementera en la isla de Saint-Denis, muy cerca de la Villa Olímpica, donde malvivían unas 500 personas. Los afectados incluyen una gama muy amplia de personas que incluyen desde franceses sintecho, migrantes extracomunitarios, con o sin permiso de residencia, refugiados y hasta trabajadores del sexo que realizan su actividad en la calle. Algunas de estas personas incluso trabajan, aunque sus reducidos ingresos o su perfil social les impiden alquilar una vivienda.
“Los indeseables”, tituló hace poco en portada el rotativo Libération, que dedicó al problema cuatro páginas. El periódico lamentó que se esté intentando “aseptizar” la ciudad antes del verano. Le Monde también dio una amplia cobertura al fenómeno, si bien recordó que se trata de un pecado habitual de las sedes olímpicas, y mencionó precedentes como Vancouver o Atlanta.
París sufre un problema endémico de marginalidad y de droga, sobre todo de tráfico y consumo de crack, la cocaína de los pobres. El Ayuntamiento y el Ministerio del Interior, impotentes, se han limitado con frecuencia a trasladar a la gente de un barrio a otro, a desmantelar campamentos para tolerar que resurjan en otras zonas. En esta ocasión, ante los JJ.OO., los desplazamientos han sido mayores, a otras ciudades, muchas veces sin el beneplácito de sus autoridades y sin la coordinación ni la ayuda necesarias.
La ocultación de la pobreza no impide que París, tan cerca de los Juegos, ofrezca otras carencias impropias de la capital de un país desarrollado y miembro del G-7. Basta conducir por la autopista periférica u otras vías para comprobar que hay muchos tramos en mal estado, pésimamente señalizados e iluminados –incluidos túneles–, amén de un sinfín de barreras por obras empantanadas y basura abundante.
Con todo, el verdadero quebradero de cabeza no es la foto de la miseria sino la amenaza terrorista. El presidente Macron admitió hace pocos días, por primera vez de manera abierta, que la ambiciosa ceremonia inaugural, con desfile de las delegaciones de atletas en barcos por el Sena, podría ser sustituida por una ceremonia alternativa en la zona de Trocadero o en el estadio olímpico. Luego trascendió que, en realidad, no existe un plan B bien preparado y que, en ese caso, el fastuoso desfile fluvial será sustituido por una ceremonia muy minimalista y casi improvisada.